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Vie 19 de Abril de 2024

La película dirigida por Virna Molina y Ernesto Ardito aborda el tema del nazismo entramado particularmente en la sociedad argentina. La Bruja de Hitler se desarrolla en la Patagonia en el año 1961 y narra la vida cotidiana de una familia de origen alemán que alberga a un prófugo nazi, su esposa y su hija. Inspirada en hechos reales, se trata de una fábula que echa luz sobre la marcada presencia del nazismo en la actualidad. El estreno en el circuito comercial viene precedido del estreno mundial en diciembre de 2022 en el festival de Calcuta, donde obtuvo el Tigre de Oro a la Mejor Dirección. Entrevista a Molina y Ardito

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En Lenguas Vivas Luis Sagasti nos pone delante de la torre de babel mucho después de la diáspora, cuando cientos de lenguas se han perdido para siempre, pero aún queda la estela que dejaron: “Un idioma anterior a Babel hecho para cantarle a quien destruyó la torre.”, plantea. Atisba lo perdido y lo revitaliza a través de historias breves que enhebra con una imaginación trabajada en los dominios de la lengua.

Por Andrés Manrique.

Una de las claves que seguirá en esta obra fue planteada por el mismo autor en Bellas Artes (2011), a través de Wittgenstein: “Es el lenguaje como aguja invisible, el que teje el sentido al unir los hechos con la lana de su lógica.” Desde este punto de partida, el hilo con el que va cosiendo el pasaje de una anécdota a la otra no está siempre a la vista. Toda urdimbre se compone de líneas superpuestas, lo que para nada implica que la trama se pierda. Las ideas nacen de la contigüidad que se revela en la unión de anécdotas que van de una fogata en Tierra del Fuego a una hoguera de Alaska; de las motas de tiza que caen al borrar el pizarrón de un aula, a los más de 5000 cristales de nieve fotografiados por Wilson Bentley.

El juego de correspondencias es la urdimbre que va entrelazando Sagasti. Infinita su curiosidad; innumerables los saberes de dimensiones a primera vista tan alejadas como las que podrían darse entre una experiencia de trincheras en la Primera Guerra Mundial y las palabras de una lengua extinta que designa el humo en el aire que una vela deja al apagarse. O los colores que se lleva la lengua que se extingue, perdidos para la percepción, a falta de palabras. Solo dos ejemplos bastan para fundamentar, de la mano de Wittgenstein, que los límites del mundo son los del lenguaje.

La prosa de Sagasti va más allá del blanco al que se dirige: lo atraviesa. El Yagan u Ona en su bote puede o no sobrevivir al naufragio y puede o no ser salvado por la comunidad mientras lo da vueltas frente al fuego para que el choque térmico no lo mate; lo que pareciera ser una certeza, en cambio, es el amparo que provee el grupo desde la orilla, alimentando las llamas durante toda la noche. Y no sólo para recibirlo, sino además para sostenerlo en la distancia: sea para el cuerpo, si sobrevive, o para que el alma se despegue del fondo frío del canal y vuele a las estrellas. La última representante Ona cerrará el círculo de miles de años de vida. Una vez más nos quedaremos oliendo la sangre de la conquista con la mitad de una libra esterlina en la mano, pagada por el Estado Inglés a cambio de cada oreja de niño nativo, o con la libra entera que abonará a cambio de los genitales de yaganes masculinos y femeninos adultos.

Las víctimas de la guerra, borde extremo de la razón, están presentes en su literatura, como si esa experiencia, por inefable, revelase mucho del ser humano: “Si queremos ver formas puras en el alfabeto, formas vaciadas de sentido, volver a la mirada virgen de la infancia, tenemos que cruzar un desierto donde el sol ha borrado todos los caminos. Ese es el trayecto que debemos sortear para quitarle al mundo nuestro peso.”, leemos al final del quinto pasaje, titulado Oraciones.

Entre datos y preguntas que formula en cada escena, tensa el resorte que asalta la emoción del lector. A veces, esboza un provisorio cierre que retoma algunas páginas más adelante para sugerir un final. Lo que queda muy claro es que le ocupa más el devenir que la conclusión. Ya no importan los girasoles de Van Gogh sino el trayecto que recorren las partículas de color que la luz le arranca, partícula por partícula, desde que fuera pintado en 1888, hasta el presente. Su mirada iridiscente observa el pasaje que una situación recorre, en alguna medida invisible a la percepción cotidiana, e intenta abordar el estado de xibipiio, que describe como la “palabra que utilizan los pirahas del Amazonas para dar cuenta de lo que aparece y desaparece de nuestra experiencia perceptiva.”

“¿No es acaso el metalenguaje un intento de enseñar botánica con flores de plástico? (…) Con la misma pereza que la miel al deslizarse, así el lenguaje transmigra y muta. Se encuentra siempre en ese estado de xibipiio, aunque nos cueste mucho advertirlo.”, plantea en el capítulo 11, al que titula limes, es decir, frontera.

A través de enunciados de cadencia ininterrumpida, trepa a horcajadas de una anécdota, la galopa sin aferrarse y pega el salto sobre otra. En la estructuración de cada uno de sus trabajos subyace la certeza de que el lector, más que el autor, es el responsable de encontrar los caminos. Disputa el poder de la cultura y pone en cuestión el olvido auto infligido por la civilización. Construye artefactos anfibios de información atravesada por una mirada piadosa, para nada inocente. Y observa una suerte de recomposición en la fuga que otro llamaría pérdida. Las situaciones de umbral, el permanente trasvase de estados de la materia, despiertan toda su atención: la mutación.

Sagasti es el baqueano que, en lugar de desplazarse por el territorio conocido, se interna en zonas limítrofes siguiendo huellas de lo que ya no está para imaginar el itinerario de lo que pudo haber ocurrido antes o durante la extinción. Su literatura es, de alguna manera, el territorio que va del agujero rodeado por miles de años luz de vacío, desde cuyo centro nada se ve, hasta la experiencia del astronauta que se suelta de la base, acaso seducido por el vértigo del espacio. Mediante un trabajo de filigrana sobre las soluciones de continuidad, consigue enhebrar hechos distantes gracias a una visión poética (lateral) de alto alcance. Como el Pascal Quignard de Butes o de El sexo y el espanto, el narrador es una especie de cronista de zonas liminales.

El autor pareciera tener un plano secreto que va desplegando libro a libro. En principio, datos asombrosos nutren cada historia y hacen que crezca, pero la obra es mucho más que un catálogo de eventos más o menos extraordinarios. De alguna manera, el narrador es un integrante de la sociedad secreta que consignó en Leyden Ltd (Eterna Cadencia, 2019). “Cuando el lenguaje es puro sol, nos damos cuenta de que solo ilumina aquello que puede echar sombra.” Y en este último trabajo, además, se observa la voluntad de construir parte de la literatura que Kurt Vonnegut imaginara para el imaginario territorio de Tralfamadore, donde en los libros hay “pequeños montones de símbolos separados por estrellas (…) cada montón de símbolos es un mensaje breve y urgente que describe una situación, una escena”.

Lenguas Vivas abreva en los márgenes de la historia en general y de la historia del arte en particular, para hacer aparecer y desaparecer sentidos que no habrían existido si  no se hubieran enlazado los hechos de esa manera. En un último gesto de revelación y entrega, en el pasaje final del libro que denomina “Hay que comer”, desgrana algunos detalles de la muerte de un hermano, a los veintiún años: “Lo que siguió cuando regresamos del entierro sólo lo puede contar un boxeador noqueado. El cuerpo pierde su autonomía: el estómago se cierra, se camina como si hubiera una respuesta escrita en braille en las paredes. O se queda uno en posición fetal porque, bueno, hay que arreglárselas para nacer de nuevo.” Esto es solo una muestra de lo que mueven sus palabras.

Lenguas Vivas expande la literatura de Luis Sagasti y, en ese movimiento, amplía también la narrativa de estos pagos. Leerlo es una bella aventura. Releerlo, una experiencia luminosa.

Luis Sagasti, Lenguas Vivas, Eterna Cadencia, 2023, 155 págs.

La presentación de la Biblioteca Caparrós en la 47ma. Feria del libro de Buenos Aires fue la oportunidad para celebrar la obra titánica del gran cronista latinoamericano. Lejos del totalitarismo del gran tema, dice María Moreno, Caparrós encontró la síntesis del género en “la vaca”: solo importa contarla como nadie. Maestro de generaciones de periodistas, se distanció de las investigaciones atadas a sesgos épico-políticos sin que su intervención literaria dejara de ser decididamente política. Experimentó con la novela, el soneto y la fotografía comprometido exclusivamente con una literatura que se impone soberana.

Por: María Moreno

–Hay que actuar la vaca.

Martín Caparrós se sonrió detrás de sus bigotes en forma de manubrio porque había encontrado la síntesis del género crónica. Me explico: el ceo del género Jon Lee Anderson se había emperrado en que Vida de una vaca, de Juan Pablo Meneses, no era una crónica. ¿Por qué?

Porque el autor no vivía literalmente con una, aunque la había observado, analizado sus humores cambiantes en cornadas, narrado hasta las ubres, como buen cronista que era. Pero Anderson insistía en que era una ficción –Caparrós y él habían coincidido como jurados en un concurso de crónicas–. Cuando me contaba el affair vaca durante una charla que sería publicada en la revista Otra parte, se acordó de Robert de Niro, de cuando se entrenaba para encarnar a un homeless en una calle pesada de Nueva York adonde lo visitó el británico John Gielgud.  De Niro le explicaba que se alimentaba con sobras, no se bañaba, dormía cubierto de diarios viejos y hasta estaba a punto de conseguir el típico pie de trinchera, todo para identificarse con el personaje. Gielgud lo miró fijo y le dijo lacónicamente ¿y por qué no lo actúa?.

Estábamos de acuerdo. Despotricábamos contra los cronistas que sufrían el totalitarismo del gran tema –vida de una travesti, un tsunami, los pobres haciendo de pobres– y lo escribían a la qué me importa, confiados en su mera fuerza efectista. 

A Caparrós no le importaba que el viejo Kapuściński se hubiera encontrado o no a Lumumba en un camino de África, sino que contara África como nadie.

A comienzos de la democracia, los géneros del periodismo cultivados por algunos militantes que regresaban del exilio, ponían el eje en la investigación y, dentro de ésta, la de las violaciones a los derechos humanos. La estrella pasó a ser el cronista comprometido con el cumplimiento de la ley jurídica, donde el periodismo se homologa al periodismo político, la verdad coincide con la sentencia y el estilo instala un ademán ascético y apolíneo. Pero hubo un grupo de escritores autodenominado Shangay integrado por dandis de izquierda, como Martín Caparros, Jorge Dorio, Luis Chitarroni, Alan Pauls y Daniel Guebel, que reivindicaba la autonomía literaria y cuya divisa era una frase de Pío Baroja: en literatura la sangre solo sirve para hacer morcillas. Martín Caparrós explicaba: “al referenciar, al hacer chistes, bah, al escribir, se funciona del lado de la cultura, pero si se hace lo que hay que hacer para evitar un nuevo golpe militar no se hace en términos de novelística sino firmando manifiestos, saliendo a la calle, metiéndose en los medios”. Sin embargo, en 1997 su intervención literaria fue decididamente política. Escribió junto a Eduardo Anguita los tres tomos de La voluntad. Allí se diferenció de los argumentos de los organismos humanos rectores, para contar las historia de los detenidos desaparecidos en su calidad de militantes armados y no de –esa palabra  tan compleja, encubridora y católica con que se intentó salir al cruce del por algo habrá sido “inocentes” y la épica se matiza en la reivindicación de los ideales de la militancia, enmarcándolos en la vida cotidiana y en sus cruces con las vanguardias estéticas y contraculturales.

A Caparrós no le importaba que el viejo Kapuściński se hubiera encontrado o no a Lumumba en un camino de África, sino que contara África como nadie.

Si en Larga distancia Caparrós se quejaba de que ya no hubiera territorios vírgenes para la crónica, de que cada partícula de continente ya hubiera sido conquistada por la mirada de los cronistas de las grandes potencias, obligándolo a recrear constantemente su propia tradición, también debía marcar su diferencia con los cronistas de la democracia, de sesgo épico-político. 

En La guerra moderna, entre los efectos de estilo y la divisa de hacer de la mirada, pretendidamente neutra del reportero, arbitrariedad y capricho, desplegó una suerte de cronista bufo, cobardón y autodenigratorio, contracara clownesca del investigador comprometido y siempre al borde del episodio político-policial: se empecina en contar cómo no llegó a tiempo cuando la policía estaba reprimiendo manifestantes, que se escondió detrás de un árbol cuando vio una travesti, que estuvo a punto de pegarle a un hombre en el museo del Holocausto, como si dijera “¡agarrame, que lo mato!”. Ese recurso paródico alcanzó su máxima expresión en una nota que Caparrós publicó en la revista Ego donde reconstruía el viaje del periodista Henry Stanley en busca del explorador David Livingston en el corazón peligroso de África, sólo que saltando en una sola pierna, luego de la quemadura de un coral.

En la biblioteca que recorre junto a Cristian Alarcón se nota el tono zumbón de los amigos. Fue la memoria viva de una obra titánica –incluye 13 novelas, 8 libros de crónicas, 7 de ensayos y una biografía–  apoyada por las apostillas del autor que experimentó desde el soneto hasta el tarareo. Con su estilo desenvuelto y un tanto condescendiente, hace que la silla de ruedas en que anda desde que le fallaron las piernas, parezca una litera. Piglia, Fontanarrosa, Borges también mostraron que, lejos de cualquier mito de autosuperación, la literatura se impone soberana, pertenece a una economía distinta a la de la salud, donde la merma y la desdicha física, brillan por su ausencia.

Fotos: archivo personal

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